GeoRaizAL: seminario de Geografía crítica.
Mesa: Territorialidad, espacio y poder en América Latina
Mesa: Territorialidad, espacio y poder en América Latina
Universidad Externado de Colombia-Universidad Nacional de Colombia.
Bogotá, Septiembre 28 y 29, 2011
Dario Fajardo
Bogotá, Septiembre 28 y 29, 2011
Dario Fajardo
Experiencias y perspectivas de las zonas de reserva campesina
En
esta ponencia se presentan algunos elementos básicos sobre las zonas
de reserva campesina establecidos en la ley 160 de 1994, a partir de
algunas referencias básicas a las experiencias en su organización y sus
posibles alcances dentro de la perspectiva de las territorialidades para
la vida propuesta para este seminario organizado por GeoRaizAL.
Un
observador desprevenido del encuentro campesino realizado en
Barrancabermeja Santander, a mediados del año 2011, posiblemente le
sorprendería advertir los carteles de varias organizaciones campesinas
pidiendo la creación de una zona de reserva campesina en su territorio.
En un evento similar realizado hace tres años, en la misma ciudad,
también se pudieron observar estas peticiones. Este observado se
preguntaría: qué son las “reservas campesinas?”, interrogantes que nos
llevan a indagar entre muchas cosas por su historia.
De
entrada hay que decir, que si bien la figura está consignada en la ley
vigente de reforma agraria (160 de 1994) y existe un Comité de impulso
de las zonas de reserva Campesina, en el que participan representantes
de varias de estas iniciativas, su promotor más activo en estos dos
encuentros ha sido la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra
(ACVC), cuya gestión ha que permitió la constitución de la Asociación de
Zonas de Reserva Campesina.
La ley
160 de 1994 estableció el Sistema Nacional de Reforma agraria y dentro
de ella, en su capítulo sobre colonizaciones definió escuetamente como
zonas de reserva campesina: “Las zonas de colonización y aquellas en
donde predominen los baldíos son ZRC” y señala que el entonces Instituto
de la reforma agraria, INCORA, establecería las nomas y condiciones
para la adjudicación de tierras en ellas. Posteriormente y por demanda
de las movilizaciones se estableció la reglamentación de las mismas,
abriendo la posibilidad de que se las declarara no solamente en áreas de
baldíos sino en otros espacios de acuerdo con las necesidades sociales.
Esta
figura territorial, en efecto, ha sobrevivido grandes y graves
persecuciones y, tal vez por eso mismo posee un significado especial
para muchas organizaciones de las gentes del campo. Digamos por ahora,
que fue incorporada en esa ley como propuesta de los colonos,
reglamentada y puesta en marcha por presión de marchas campesinas y casi
ahogada por la persecución del gobierno anterior y de algunas de sus
autoridades militares. Añadamos que la Asociación Campesina del Valle
del Río Cimitarra recibió hace dos años el Premio Nacional de Paz, que
permite plantear su experiencia organizativa como ejemplo de gestión de
territorialidades para la vida y la paz.
Los antecedentes
La figura tiene un ya largo recorrido: una atenta historiadora, Martha Herrera en su disertación doctoral Ordenar para controlar[1]
estudió los desarrollos del estado colonial para sojuzgar las
comunidades de la Nueva Granada y encontró, dentro de las formas de
resistencia de las comunidades las “rochelas”, territorios habitados por
indios, mestizos, cimarrones y blancos pobres, libres de la
administración española; estos asentamientos autónomos convivieron con
los palenques de los negros fugados y habrían de retomar su sentido en
los núcleos campesinos, “baluartes”, establecidos en las tierras al
margen de las haciendas, ya en los primeros decenios del siglo XX.
En
esos años iniciales del siglo pasado la economía colombiana vivía las
nuevas condiciones de su inserción en la economía mundial con precios al
alza de su principal exportación, el café, e inversiones crecientes de
capitales extranjeros en otros rubros de producción agrícola, en
particular el banano y la extracción de petróleo; en las antiguas
haciendas se endurecieron las relaciones entre los propietarios y los
arrendatarios y otros trabajadores vinculados a ellas, al tiempo que
entró a cuestionarse la legalidad de la ocupación de las tierras en
muchas de ellas, lo que condujo a extendidos enfrentamientos entre los
hacendados y los campesinos que alegaban su derecho a recibir títulos de
las tierras que venían trabajando como baldíos de los que venían
apropiándose los hacendados.
Hasta
entonces las políticas de tierras del estado colombiano habían oscilado
entre el favorecimiento a la gran propiedad para requerir a cambio a los
beneficiados inversiones en vías o el estímulo a la mediana propiedad
para impulsar la formación de asentamientos campesinos. Ante las
magnitudes de las usurpaciones de tierras por las haciendas y el
endurecimiento de los conflictos agrarios, a finales de 1928 el gobierno
dictó el decreto 1110 dirigido a establecer colonias agrícolas para
asegurar tierras a los campesinos.
Esta
medida dio piso legal a los asentamientos de colonos que se habían
iniciado en las tierras en disputa con las haciendas y habrían de calar
en la formación de la cultura política campesina[2].
En esos mismos años, como lo atestiguaron los trabajos de Orlando Fals
Borda en los lomeríos del interior de la costa Caribe[3]
los campesinos intensificaron la defensa de las tierras contra las
presiones de los hacendados criollos y los inversionistas
norteamericanos, dando paso a la creación de espacios de comunidad,
llamados “baluartes”, en los que se configuraron experiencias de
organización, educación y organización con notables liderazgos de
mujeres.
Las
tensiones en torno a la modernización de la sociedad y la economía
colombianas condujeron a una profunda crisis política a finales de la
década de 1940; su desarrollo tomó el curso de una larga guerra civil
resuelta por las élites con la imposición de un sistema político
bipartidista y excluyente y el afianzamiento de un régimen agrario
favorable a la gran propiedad. Durante la guerra, algunas comunidades
campesinas organizaron territorios para su protección en áreas aisladas
de las cordilleras, a las que denominaron “zonas de autodefensa
campesina”; no obstante para ese entonces los Estados Unidos comenzaron a
desplegar en Colombia la aplicación experimental de una estrategia
contrainsurgente que fue conocida como “Plan LASO”: los territorios
campesinos, señalados como “repúblicas independientes”, fueron el blanco
de las acciones militares, respondidas con la formación de
organizaciones insurgentes armadas, con todo lo cual se inició la fase
actual de la guerra en Colombia[4].
A
comienzos de los años 1980, en medio de los diálogos de paz establecidos
por el Presidente Belisario Betancur, surgió un acuerdo entre el
gobierno, los colonos y la insurgencia para poner en marcha un programa
de desarrollo local en el río Caguán, en el departamento de Caquetá. El
acuerdo conllevaba un cese al fuego bilateral, la atención del estado
para estabilizar la colonización y el compromiso de los colonos de
asumir prácticas productivas amigables con el medio ambiente; no
obstante, la terminación de los diálogos interrumpió el acuerdo, cuyo
desarrollo fue documentado en un estudio pionero de la Universidad
Nacional sobre los procesos recientes de la ocupación del bosque húmedo
en Colombia[5].
A
finales de esa década y en medio de una investigación sobre la
colonización de la Serranía de la Macarena, al norte del Caguán[6],
el sociólogo Alfredo Molano recogió una propuesta de los colonos al
gobierno para darle continuidad a esa experiencia. En ese momento ya se
extendían sobre la región las acciones de terror del paramilitarismo
dirigidas a desplazar a las comunidades de colonos; ante esa amenaza las
comunidades pidieron la protección del Estado a través de la titulación
de las tierras que ocupaban en medio de la reserva natural, para
acordar con el gobierno programas de asistencia técnica productiva; por
su parte, la comunidad se comprometía a realizar impulsar
organizadamente un manejo adecuado del bosque, la fauna y los suelos.
La
propuesta se concretaría en la organización de las que entraron a
llamarse Zonas de Reserva Campesina; fue incorporada en la ley 160, de
reforma agraria, bajo la figura de zonas de reserva campesina, con el
compromiso del estado de atender las necesidades de desarrollo agrícola
de las comunidades. Poco después y bajo la presión de algunas
movilizaciones campesinas en demanda de atención estatal el gobierno
reglamentó la ley en lo referente a las Reservas a través del decreto
1777 de 1996 y el acuerdo del 24 de noviembre de ese mismo año y
estableció las primeras de ellas, con carácter piloto, con la estrecha
participación de sus organizaciones y la financiación del Banco Mundial
como apoyo al proceso de paz[7].
En
desarrollo de un proyecto piloto se establecieron las reservas de El
Pato (San Vicente del Caguán, Caquetá), con 1.500 familias, 38 veredas y
111.000 hectáreas; Calamar (Guaviare), con 450 familias, 11 veredas y
40.000 hectáreas y Cabrera (Cundinamarca), con 850 familias, 17 veredas y
44.000 hectáreas.
A
pesar de su corta duración, entre 1999 y 2002, el desarrollo de las
primeras experiencias con esta figura territorial permitió apreciar la
incidencia de la historia de cada comunidad en la configuración de cada
reserva, así como su potencialidad para estimular iniciativas de las
organizaciones campesinas para identificar y jerarquizar problemas,
plantear, gestionar y evaluar soluciones para los mismos.
Una de
las comunidades con mayor experiencia en gestión política, la de Calamar
en el Guaviare, potenció sus estructuras organizativas pre-existentes,
las Juntas de Acción Comunal (o Juntas de colonos en el caso de la
reserva de El Pato, Caquetá) y la organización de segundo nivel, las
juntas interveredales, para llevar al Concejo municipal a través de sus
representantes, el plan de inversiones o “plan de desarrollo rural”. La
propuesta correspondía al plan con el que había sido reconocida la
reserva campesina. Estas primeras experiencias fueron evaluadas por la
Universidad Javeriana.
Las
reservas así organizadas tuvieron una corta duración. Al terminar este
nuevo proceso de paz, el gobierno señaló a las organizaciones
responsables como aliadas de la subversión, judicializando y
encarcelando a sus dirigentes. Los proyectos que se adelantaban en ellas
fueron suspendidos y en el caso de la Reserva del Río Cimitarra, por
decisión del presidente de la república y del ministro de agricultura,
celosamente aplicada por el mando militar local se pretendió revocar su
constitución.
Sin
embargo, la organización, constituida como Asociación Campesina del
Valle del Río Cimitarra continuó impulsando sus principales proyectos
relacionados con el fortalecimiento de su base económica, la
sustentación económica de la solidaridad y el abastecimiento
alimentario. La reserva comprende 134 veredas de cuatro municipios con
una población de 35.800 personas.
Colateralmente
ha continuado el desarrollo de su fortalecimiento político dentro de
las comunidades que la componen, con otras organizaciones campesinas, en
particular con las relacionadas con las reservas campesinas y con
organizaciones del exterior como Vía Campesina.
Mirando hacia adelante
En el
contexto inmediato es necesario apreciar dos tipos de señales en la
política agraria: de una parte, la discursiva oficial con referencias
insistentes a la preocupación del gobierno en torno a la restitución de
tierras a las víctimas del desplazamiento forzado y la titulación masiva
de predios como medida para frenar el desplazamiento forzado.
De
otra, las líneas de la política agraria planteadas establecidas en el
Plan de desarrollo y contempladas en la “locomotora” agraria, las cuales
insisten en la priorización de los “cultivos promisorios” del gobierno
anterior, el impulso a las “Áreas de desarrollo rural”, así como la
perspectiva de la empresarización como única alternativa para los
campesinos.
La
propuesta de las “Áreas de desarrollo rural” contempla la focalización
de inversiones en espacios relativamente homogéneos y contiguos, en los
cuales se trataría de “racionalizar” el gasto público, estimular la
inversión privada, afianzar la descentralización y consolidar la
“seguridad democrática”.
Como parte de la estrategia de desarrollo agrario se articulan varias propuestas:
- Las “alianzas productivas”, con pobres resultados para los campesinos, de acuerdo con la evaluación del gremio de los empresarios palmeros FEDEPALMA
- La “palma campesina” del programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, que impulsa los contratos de venta de los frutos de palma producidos por campesinos a las empresas procesadoras. Esta iniciativa se ha tratado de contraponer a la propuesta de la Reserva Campesina en marcha adelantada en el valle del río Cimitarra
- La propuesta de establecer reservas campesinas en la región de Montes de María, en medio de una zona de consolidación y de los extensos terrenos adquiridos por empresarios para distintos desarrollos agrícolas y mineros. Para poner en marcha esta propuesta el gobierno está estableciendo una organización campesina “ad hoc” dispuesta a actuar dentro del marco de la zona de consolidación y de las condiciones que fijen los empresarios, según lo manifestó uno de sus dirigentes.
Conclusiones
Genera
preocupación esta iniciativa al tener en cuenta la información de la ONG
CODHES según la cual “de un total aproximado de 280 mil personas
desplazadas en 2010, el 32.7%, es decir 91.500, provenían de las
llamadas zonas de consolidación[8].
Se han
configurado entonces dos propuestas: de una parte, la construida por
comunidades campesinas a lo largo de nuestra historia, en condiciones
siempre difíciles y generalmente bajo las presiones de la guerra. De
otra, la dominada por la gran propiedad, apoyada por el estado y hoy
inscrita en la tendencia hacia la llamada “relocalización de la
agricultura a escala mundial”.
No
quiero dejar de lado algunos resultados incipientes del programa de
investigaciones de la Universidad Externado de Colombia, los cuales
ilustran las dos propuestas: de una parte, el estudio de Liliana García
sobre la Reserva Campesina del valle del río Cimitarra y sus
experiencias en proyectos de producción para el abastecimiento
alimentario y el afianzamiento territorial de las comunidades; de otra,
la de Laura Escobar sobre la implantación de un complejo agrícola y
pecuario en tierras usurpadas a las comunidades del Bajo Atrato, entre
Antioquia y Chocó, con acciones ejecutadas por el ejército con apoyo
paramilitar, para establecer plantaciones financiadas con fondos
estatales y e la cooperación internacional.
Sobre
las perspectivas de las reservas campesinas como “espacios de vida”
gravitan, de una parte las tendencias mencionadas con las cuales se
identifican en términos generales las fuerzas del capital transnacional y
el empresariado del país.
De otra
parte, los propios desarrollos de la economía mundial que hacen
inciertos los mercados de alimentos con los que se suplirían los
mercados nacionales hoy afectados por el desabastecimiento causado por
la guerra y por las crecientes importaciones a las que ha debido
recurrir Colombia.
Ante
estas incertidumbres, el eventual afianzamiento de las economías
campesinas tendrá que nutrirse de un mundo rural aún pujante y
difícilmente sustituible en una economía a la cual se diagnostica una
crisis de largos alcances.
Cuentan
a su favor la persistencia y el arraigo de las comunidades campesinas,
sus capacidades de articulación a los mercados y como condición
obligatoria, cambios en las correlaciones de fuerzas que permitan
confrontar con éxito las asimetrías en las que se ha sustentado nuestro
“modelo de desarrollo”
[2] Laura Varela M., Yuri Romero P., Surcando amaneceres. Historia de Los Agrarios de Sumapaz y Oriente del Tolima, Universidad Antonio Nariño, Bogotá, 2007; Laura Varela M., Deyanira Duque O., Juan de la Cruz Varela entre la historia y la memoria, Universidad Antonio Nariño, Bogotá, 2010; Rocío Londoño B., Juan de la Cruz Varela. Sociedad y política en la región de Sumapaz (1902-1984), Universidad Nacional de Colombia, Bogotá. 2011
[3] Orlando Fals Borda, Retorno a la tierra. Historia doble de la Costa, (tomo IV), Carlos Valencia Editores, Bogotá,1986
[4] Diego Otero P. El papel de los Estados Unidos en el conflicto armado colombiano. De la doctrina Monroe a la cesión de siete bases militares, Ediciones Aurora, Bogotá, 2010
[5] Jaime E. Jaramillo, Leonidas Mora, Fernando Cubides, Colonización ,coca y guerrilla, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1986
[6] Alfredo Molano, Darío Fajardo, Julio Carrizosa, Fernando Rozo, Yo le digo una de las cosas…La colonización de la reserva de La Macarena, Fondo FEN Colombia/Corporación Araracuara, Bogotá, (s.f.)
[8] CODHES, Boletín Informativo N°77. Bogotá, 15 de febrero de 2011Tomado de: http://www.georaizal.org
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