El sueño negro
Por: Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador
Recorrido por los corregimientos de La Loma y El Hatillo, epicentro de la explotación de las multinacionales Drummond, Glencore-Prodeco y CNR, donde se pasó del 'boom' carbonero a la contaminación desastrosa
De Valledupar se llega a
El Hatillo, un pueblo perdido en la geografía –y echado a perder en manos de
las compañías mineras–, por una carretera pavimentada en perfecto estado. Desde
San Diego –un pueblito limpio a donde no ha llegado la influencia de la minas
de carbón– los puestos militares son numerosos. Hace un par de meses la
guerrilla puso entre uno y otro un retén. El verano tiene los pastos de las
ganaderías amarillos, las reses esqueléticas y los cañahuates florecidos. Son
haciendas que pertenecen a los notables de Cesar. A juzgar por los gigantescos
reservorios que han construido para mantener la palma verde y rentable, algunos
cultivan palma africana en grandes proporciones. El agua nace en la serranía
del Perijá y regaba el valle; hoy los arroyos son hilos de agua. La carretera
atraviesa las palmeras de la emblemática Hacienda Las Flores, de don Carlos
Murgas, el hombre que ha impulsado las alianzas productivas, modelo de
aparcería moderna que tiene tan entusiasmado al gobierno.
Al sur están los grandes
depósitos de carbón de La Jagua de Ibirico y La Loma, donde están los
escarbaderos de Carbones de La Jagua y Cerro Largo, Pribbenow, El Descanso, La
Francia, Calenturitas y El Hatillo. Son las gigantescas minas que el Estado ha
otorgado a empresas multinacionales: Drummond, Glencore-Prodeco, CNR, desde
mediados de los años 80. El carbón sale hoy por tren a los puertos de Santa
Marta y Ciénaga, y algunas toneladas caen de tanto en tanto al mar.
Varios kilómetros antes de
llegar a La Loma, epicentro de minas, se ven, a lo lejos, unas montañas que no
se sabe a ciencia cierta si lo son, o si son las sombras gigantescas de un
fenómeno geológico extraordinario. Son grises, altas –muy altas–, planas en su
cima y están siempre acompañadas por una nube densa de polvillo de carbón. Una
imagen lunar. La Loma es un pueblo de 22.000 habitantes, corregimiento del
municipio de El Paso, que tiene apenas 6.000 habitantes. Allí nació Alejandro
Durán, el juglar de la sabana, que en su juventud fue lo que eran todos los
muchachos: vaquero de las grandes ganaderías. La región ha sido marcada por las
concesiones. Una real, dada en el siglo XVII a la familia Alzamorano
Díaz-Granados, de 52.000 hectáreas dedicadas a la ganadería, y otra hacia 1990
a la empresa Drummond para la explotación del carbón.
Al lado de las montañas
lunares hechas con el material estéril que esconde el carbón está La Loma, un
pueblo esponja que se llena de gente, de ruido y de polvo cada 12 horas con el
cambio de turnos laborales, para luego caer en el silencio y el sopor. En la
calle principal hay miles de cacharrerías, peluquerías, misceláneas, graneros,
droguerías, comederos, residencias, bares, oficinas de abogados, oficinas de
organizaciones no gubernamentales, oficinas de programas del gobierno. En la
plaza, solitaria, una iglesia; al lado, atrincherada, la Policía. Todo el
mundo, salvo una muy reducida minoría, es gente que vino a buscar plata. Plata
por toneladas, como las mineras, o plata en monedas, como los rebuscadores.
Entre unos y otros hay una abigarrada escala: ingenieros, geólogos,
administradores, concesionarios, tenderos, obreros, buhoneros, choferes,
abogados, soldados, ladrones y putas: la viña del señor. El agua de acueducto
es poca, pero hay un abastecimiento perfecto de aguas de botella y de bolsa; la
luz eléctrica se interrumpe, pero aparecen plantas eléctricas que hacen un
ruido peor que los vallenatos en las picós. En dos palabras, todos están
tratando de pegarle al perro; y le pegan, a juzgar por la agitación, la
cantidad de motos y la variedad de uniformes con que las empresas hacen vestir
a sus subordinados sin consideración ninguna.
El Hatillo es un pueblito
del corregimiento de La Loma que junto con Plan Bonito, situado en el mismo
municipio y El Boquerón, perteneciente a la Jagua de Ibirico, debe ser
reubicado por mandato de las Resoluciones 0970 y 1525, emitidas por el
Ministerio de Medio Ambiente en 2010. La razón: los límites permitidos de
contaminación del aire fueron sobrepasados. El argumento es válido: a los
pobladores se les tapan los pulmones, les sale carranchil en la piel, se les
irritan los ojos, se les contamina el agua, y a muchos se les sube la presión
arterial. No son males pequeños ni superficiales, como lo reconocen las
autoridades sanitarias.
El Hatillo tiene 128
familias y 573 habitantes. Fue hasta la invasión de las empresas carboníferas
un pueblo campesino que vivía de unas vacas aquí, unos carneros allí; unos
cerdos, unas gallinas ponedoras; una roza con yuca, batata y plátano tres
filos; una mancha de arroz, unos conejos cazados en la sabana, y el bocachico,
la doncella y el moncholo, pescados en el río Calenturitas de aguas puras. Los
campesinos vivían de lo que la tierra daba, pero trabajaban también en las
grandes ganaderías que rodeaban su pueblo, con las que nunca tuvieron problema.
El papá del malogrado Juanchito Roix, gran acordeonero de San Juan, todavía les
da trabajo.
El primer cambio radical
sucedió en los años 80, cuando la hacienda Alamosa, de las familias Matos y
Giannetti, cambió el ganado costeño por la palma africana. Después construyeron
una extractora y se creó la empresa Palmagro S. A., una firma que no solo da
poco empleo a la gente de la región, sino contamina sus aguas con el
tratamiento que le dan a raquis, un residuo de la producción de aceite que podría
se usado como compost, pero que la empresa bota al río. El segundo cambio en la
historia del pueblito fue la explotación del carbón a cielo abierto. Al
comienzo todo fue felicidad: explotación minera significaba para los campesinos
empleo, salario fijo, prestaciones, carretera, acueducto, energía eléctrica, lo
que las empresas prometen y a las que el gobierno hace la segunda voz. Después
se agregan otras virtudes: pago de impuestos, regalías, calificación de mano de
obra, sanidad, seguridad, el cielo en la tierra. Los políticos son la cadena de
transmisión de estos engranajes; son ellos los primeros y los grandes
beneficiados.
Las cosas comenzaron a
cambiar por tres causas: los muchachos no fueron empleados por las mineras, el
polvillo del carbón caía en todas partes –dañaba los palos de mango y los
pastos, ensuciaba el agua, tapaba los pulmones, ennegrecía el arroz– y, lo
peor, los botaderos de material estéril crecían de la noche a la mañana. Uno
solo mide dos kilómetros de largo por 120 metros de alto y 65 de ancho en su
base. Para completar, el aumento inusitado de población de La Loma hizo que la
basura se convirtiera en un problema mayúsculo de sanidad. En la entrada a El
Hatillo se botan miles de toneladas diarias de la porquería que acompaña el consumo
masivo. El sueño de un futuro se volvió poco a poco una pesadilla.
El gobierno y las empresas
saben a ciencia cierta cuál es el problema y cuál la solución, pero se han
empeñado en tratar de sacar barata la última, desestimando el primero. Las
mineras se han visto obligadas a contratar firmas –Cetec, Fonade y rePlan Inc.–
para hacer el diagnóstico, consistente en tomar una foto demográfica de la
situación de hoy: cuántos son, qué hacen, qué enfermedades tienen, con el
objetivo de reducir a mínimo la gente a trasladar, a ocupar y a curar. Todos
los diagnósticos –pagados, repito, por las mineras– han enredado los censos
para paralizar el reasentamiento.
La comunidad, por el
contrario, rechaza la foto y exige un estudio histórico para poner en claro el
rompimiento radical de su vida causado por la minería. Porque es el daño
causado que debe ser reparado. No se trata de hacer un barrio de casas de
cemento, de dar unos pocos empleos y unas dosis de acetaminofén. Se trata de
reconstruir lo destruido. Y eso vale mucho y las mineras son extremadamente
mezquinas. En este plano, también el gobierno les hace la segunda porque al
declarar el pueblito en condición de reasentamiento, el municipio de El Paso,
que es el que se ha beneficiado con las regalías, se abstiene de inversiones en
el sitio. Es cierto que los viejos añoran lo que los jóvenes no quieren: la
vida campesina, pero tampoco en este sentido las mineras tienen una oferta. De
las 250 personas en edad de trabajar, apenas 11 son empleadas por las empresas.
No sucede lo mismo en
otros municipios como Becerril, donde el 30% de la PEA esta trabajando en las
minas. ¿Por qué esta discriminación tan irracional e injusta con un pueblo
sitiado por el desarrollo minero? La Gobernación de Cesar se burla de El
Hatillo: como ha sido declarada la emergencia alimenticia, la madre del
gobernador se apareció con bolsas de mercado que repartió de mala gana y que
contenían harina “gorgojeada”.
Otro caso de burla es el
que existe en el llamado conteiner. Resulta que de las afecciones más
sintomáticas son los daños en la columna sufridos por los choferes de las
gigantescas volquetas en que se traslada el carbón o el material estéril.
Cargan 60 toneladas que son soltadas en el platón de un solo golpe y hacen
saltar la carrocería. El golpe se recibe entre 50 y 70 veces diarias. Total,
muchos conductores tienen lesiones en la columna vertebral y como pertenecen al
sindicato, la empresa no puede botarlos y ha resuelto instalar un conteiner
donde los enfermos pasan ocho horas sin hacer nada, mirándose. Más aún, no
pueden hacer nada distinto.
¿Qué hay detrás de tanta
burla y tanta dilación? Simple, debajo de El Hatillo hay carbón y las mineras
que tiene encerrado el pueblo, como si fuera un corral de chivos, necesitan ese
pedacito para explotar el mineral que hay en el subsuelo y están aburriendo a
sus habitantes para que acepten cualquier salida. Pero la gente ha resuelto
resistir y no vender a precio de huevo su historia ni su justa pelea. Lo que es
del todo deshonesto es que el gobierno quiera reasentar la comunidad a causa de
la polución, sin duda extrema, y no por el hecho escueto de que está sentada
sobre una mina de carbón. El gran pesar de empresas y del gobierno es que la
guerrilla no esté en la zona para poder acusar a El Hatillo de estar infiltrado
por la subversión y facilitar así su desplazamiento. A propósito: ¿Víctimas son
solo las causadas por la guerra? ¿Por qué no lo es la gente desplazada por los
macroproyectos de desarrollo, los pueblos atropellados por las locomotoras de la
modernización? La gente, como dice Diomedes Díaz, viene pidiendo vía
No hay comentarios:
Publicar un comentario