Mientras llegan los informes
El propósito de este escrito es contribuir a las discusiones sobre el
primer punto de la agenda de La Habana. Tiene en cuenta los puntos
enunciados en el Acuerdo General para la terminación del conflicto y la
construcción de una paz estable y duradera, suscrito el 26 de agosto de
2012, así como las diez propuestas de las FARC sobre el desarrollo rural
integral que son de conocimiento público. Desafortunadamente, los voceros del gobierno han mantenido silencio
sobre las propuestas de desarrollo rural anunciadas recientemente por
las FARC.
Sobre el primer punto de la Agenda, hasta ahora solo se conocen las
reiteradas declaraciones del ministro Juan Camilo Restrepo sobre el
supuesto despojo de tierras por parte de la guerrilla y la no
modificación de la ley 1448 en el marco de las conversaciones de La
Habana.
Tampoco se conocen todavía ni el informe de las Mesas Regionales
convocadas por las Comisiones de Paz del Congreso ni el del Foro Agrario
realizado en diciembre de 2012, pese a que estos documentos son
fundamentales para conocer las propuestas en torno a la paz que han
hecho sectores importantes de la sociedad colombiana.
Antes de exponer mis observaciones sobre algunos asuntos que hasta
ahora no han merecido mayor atención de los voceros de las FARC, ni del
Gobierno, me referiré brevemente a los puntos del problema agrario
esbozados en el Acuerdo General.
Qué dice el Acuerdo
Recuérdese que en este documento se enuncian esquemáticamente seis
soluciones al problema agrario colombiano que conformarían una “Política
de desarrollo agrario integral”, la que a su vez es considerada como
“determinante para impulsar la integración de las regiones y el
desarrollo social y económico equitativo del país”.
Esta política se expresa en los siguientes enunciados:
“1. Acceso y uso de la tierra. Tierras improductivas. Formalización
de la propiedad. Frontera agrícola y protección de zonas de reserva.
2. Programas de desarrollo con enfoque territorial.
3. Infraestructura y adecuación de tierras.
4. Desarrollo social: Salud, educación, vivienda, erradicación de la pobreza.
5. Estímulo a la producción agropecuaria y a la economía solidaria y
cooperativa. Asistencia técnica. Subsidios. Crédito. Generación de
ingresos. Mercadeo. Formalización laboral (el énfasis es nuestro).
6. Sistema de seguridad alimentaria”.
Si se tiene en cuenta la coexistencia de diferentes formas de
producción en las zonas rurales del país, así como la heterogénea
composición de la fuerza de trabajo rural — campesinos con tierra y sin
tierra, colonos, comunidades étnicas, arrendatarios, aparceros,
jornaleros, obreros, trabajadores familiares sin remuneración,
artesanos, patronos, comerciantes, empleados, etc. — los enunciados de
la política de desarrollo rural integral se refieren casi
exclusivamente a las economías campesinas (incluidas las comunidades
étnicas).
Mientras tanto, de la producción agraria capitalista y, por
consiguiente, de la fuerza de trabajo asalariada, solo se hace una
referencia implícita en el punto 5 de la agenda: la “formalización
laboral” es incluida como un aspecto del “estímulo a la producción
agropecuaria y a la economía solidaria y cooperativa”.
Las propuestas de las FARC
El marcado énfasis del primer punto del Acuerdo General en soluciones
que interesan particularmente al campesinado y a las comunidades
étnicas que trabajan la tierra, es aún más pronunciado en las Diez
propuestas para una política de desarrollo rural y agrario integral con
enfoque territorial, elaboradas por los voceros de las FARC.
Aparte de la prelación concedida al campesinado y a las comunidades
étnicas, las mujeres ciertamente tienen un reconocimiento especial. No
así los asalariados del sector rural que curiosamente no son mencionados
explícitamente en ninguna de estas propuestas, aunque es de suponer que
se los incluye en dos de estas, la segunda y la séptima:
La segunda propuesta se refiere a la “Erradicación del hambre, la
desigualdad y la pobreza de los pobladores rurales, y [al] compromiso
con el mejoramiento de sus condiciones de vida y de trabajo, mediante el
acceso y disfrute efectivo de sus derechos políticos, económicos,
sociales y culturales. Ello implica, de manera prioritaria, -agregan las
FARC- “la puesta en marcha de programas masivos de nutrición y
alimentación y de empleo rurales, de dignificación y laboralización
(sic) del trabajo agropecuario atendiendo estándares de normatividad
internacional (el énfasis es nuestro), así como la provisión de la
correspondiente infraestructura social en educación, salud, vivienda,
seguridad social, recreación, cultura y deporte, acompañada de la
disposición extraordinaria de recursos del presupuesto público”.
Con respecto a esta propuesta caben varias observaciones:
No es claro qué entienden los voceros de las FARC por laborización del trabajo agropecuario.
En cambio sí es clara su idea de que los trabajadores rurales,
dentro de los cuales seguramente incluyen no solo a los campesinos, sino
a los asalariados y a los que combinan el trabajo por cuenta propia y
por jornal, sean tratados de conformidad con “estándares de normatividad
internacional”, idea que repiten en otra de sus propuestas.
Del párrafo citado anteriormente, también llama la atención la
propuesta de “[poner en marcha] programas masivos de (…) empleo rural”.
Respecto a la propuesta de que los patronos rurales respeten las
normas laborales internacionales, me atrevo a decir que bastaría con que
estos cumplieran la legislación laboral colombiana, que en buena parte
está sujeta a normas de la OIT, para que hubiera una notable mejoría de
la remuneración salarial y de las condiciones laborales del trabajo
rural.
En cuanto a los “programas masivos de empleo”, hay que decir que,
según estudios sobre el mercado laboral rural colombiano, el desempleo
rural, en comparación con el urbano, es relativamente bajo, no así el
subempleo, en tanto que la remuneración de los trabajadores rurales es
muy inferior a la de los urbanos, pese a que en el campo las jornadas de
trabajo son excesivamente largas.
En la séptima propuesta -“Reconocimiento y definición de los
territorios y las territorialidades campesinas, incluidos los derechos
de las comunidades campesinas y la dignificación y el reconocimiento
político del campesinado (…)”- las FARC dicen que este reconocimiento
[debe estar acompañado] “de medidas concernientes a la dignificación y
al reconocimiento político de los campesinos y campesinas por parte del
Estado, lo cual debe empezar con la adopción de la declaración de los
derechos del campesino de la ONU, así como del acuerdo 141 de la OIT
referente al trabajo rural, con su consecuente incorporación en el
ordenamiento jurídico”.
Sobre la Declaración internacional de los derechos de los campesinos,
no hay duda de que es un marco de referencia importante para las
propuestas relativas al desarrollo rural con miras a lograr una paz
duradera.
Sobre el Acuerdo o Convenio de la OIT, vale aclarar que data de 1975
y se refiere principalmente a los derechos de asociación y
sindicalización de los trabajadores rurales, más no a la regulación de
las relaciones laborales en el sector rural. Ciertamente, este Convenio
no está entre los ratificados por el gobierno colombiano.
Por último, para precisar el sentido y el alcance de estas
propuestas, convendría tener en cuenta la composición heterogénea de la
fuerza laboral rural. En el año 2005, “los asalariados rurales [eran]
alrededor del 42 por ciento (17 por ciento de empleados y obreros
particulares, 2 por ciento de trabajadores públicos, 3 por ciento de
domésticos y 20 por ciento de jornaleros). La distribución del resto de
los ocupados [era así]: patrones 5 por ciento; cuenta propia 44 por
ciento y trabajadores familiares sin remuneración (TFSR), 10 por
ciento”[1].
Asalariados rurales, los olvidados
Aunque en modo alguno pretendo ignorar o subvalorar el peso
económico, social, cultural y político del campesinado colombiano —
dentro del cual incluyo a las comunidades étnicas que trabajan la tierra
— quiero llamar la atención sobre los trabajadores asalariados de ambos
sexos, los cuales tienen tanta importancia como el campesinado — así
numéricamente sean menos que los no asalariados — y merecerían
propuestas específicas, no solo por parte de las FARC, sino del Gobierno
Nacional, de los gremios del sector rural e incluso de los
especialistas en el problema agrario colombiano.
Antes de sustentar esta afirmación, no sobra advertir que la
información estadística sobre el empleo rural y las características del
trabajo asalariado en el campo es deficiente y carece de periodicidad.
Sin embargo, existen valiosos estudios [2]que tanto los asesores del
gobierno como los voceros de las FARC podrían consultar para pensar en
medidas justas y viables para mejorar la remuneración y las condiciones
laborales no solo de los jornaleros y asalariados, sino de los
trabajadores rurales en general. A continuación me referiré a unos pocos
datos de estos estudios que considero relevantes para el debate público
en torno al primer punto de la Agenda de La Habana.
Comienzo por recordar que, en un artículo titulado Los problemas del
campo y el debate electoral, publicado en Razón Pública el 18 de mayo
de 2010, los autores observábamos la escasa importancia que el problema
agrario tenía en los programas de los candidatos a la Presidencia de la
República de entonces.
Y entre las cuestiones que considerábamos prioritarias en las
soluciones al antiguo problema agrario colombiano, mencionábamos no solo
el acceso de los campesinos a la tierra, sino la mejoría de la
remuneración y las condiciones laborales de los asalariados. Puesto que
lo dicho en ese artículo no ha perdido vigencia, cito el siguiente
párrafo:
“Dignificación del trabajo y la vida en el campo
“La mayoría de la población empleada en el sector rural, lo está en
el sector agropecuario. De las personas ocupadas en 2006, 42 por ciento
eran asalariados, 44 por ciento trabajadores por cuenta propia y 10 por
ciento trabajadores familiares sin remuneración[3]. Se calcula que la
remuneración del 68 por ciento de los trabajadores del sector rural es
inferior a un salario mínimo legal vigente (SMLV). En 2009, según la
Misión contra la pobreza, el 64,3 por ciento de los habitantes rurales
eran pobres y de éstos 29 por ciento extremadamente pobres o indigentes.
Se sabe, por demás, que una considerable proporción de la población
rural vive en condiciones muy precarias y no tiene acceso a bienes
públicos fundamentales como la salud y la educación”.
Estos datos del estudio de Leibovich y del Informe de la Misión
contra la pobreza, ciertamente apoyan empíricamente algunas propuestas
de las FARC, pero a la vez ponen de relieve la importancia de mejorar la
situación laboral de los jornaleros y proletarios rurales.
Desde entonces a la fecha, que sepamos, no se han publicado nuevos
estudios sobre el empleo rural, cuya información estadística se refiera a
los años 2006 a 2012. Parece haber un vacío de información de seis años
en esta materia.
Pese a esta limitación, y a las variaciones en las cifras del empleo
rural según periodos de tiempo y ciclos económicos, y no obstante las
diferentes formas de medición empleadas por quienes han hecho estudios
sobre el mercado laboral rural entre 1984 y 2007, observamos un relativo
consenso en torno a algunas características del empleo rural que
valdría la pena tener en cuenta en las propuestas actuales en torno al
desarrollo rural integral:
En las áreas rurales colombianas, a diferencia de las ciudades,
la tasa de desempleo por lo general es baja, aunque se presentan
variaciones según los ciclos económicos. En cambio, “las tasas de
subempleo rurales son altas”, especialmente para las mujeres y para los
pobres[4].
El desempleo femenino ha sido estructuralmente mucho más alto que
el masculino, tanto en las áreas urbanas como rurales. Por ejemplo, “en
septiembre de 2005, esta tasa era del 15,7 por ciento en la zona urbana
y de 13,6 por ciento en la zona rural. Por el contrario, la tasa para
los hombres era respectivamente, 10,8 por ciento y 3,8 por ciento”[5].
Los ingresos laborales de la mayoría de los trabajadores rurales
son en promedio inferiores al salario mínimo. En 2005, el 68 por ciento
de la población ocupada en el sector rural devengaba ingresos laborales
inferiores al salario mínimo vigente[6]. Y según estimaciones para 2004,
la proporción de trabajadores no asalariados que recibían ingresos
inferiores al salario mínimo legal es mayor que la de los asalariados
(76 por ciento y 60 por ciento, respectivamente)[7]. Más aún, los
campesinos, tanto hombres como mujeres, que carecen de tierra suficiente
para su subsistencia y la de sus familias, derivan buena parte de sus
ingresos del trabajo a jornal.
Los ingresos laborales de las mujeres han sido históricamente muy
inferiores a los de los hombres. Esta desventaja de género es aún mayor
si se tiene en cuenta la jornada doméstica. En el documento del DNP
aquí citado, se señala que, en promedio, la jornada laboral remunerada
de las mujeres rurales es inferior a la de los hombres (11 o 12 horas de
trabajo], “pero que al medir los salarios por hora iguales esto
equivaldría a una diferencia en salario mensual de 25 por ciento o 30
por ciento a favor de los hombres”[8].
La precariedad del empleo rural se evidencia en jornadas
superiores a 48 horas semanales, ingresos inferiores al mínimo legal,
escasa cobertura de la seguridad social, etc. Al parecer, las jornadas
de los trabajadores por cuenta propia suelen ser en promedio superiores a
las de los asalariados, aunque una buena proporción de los primeros
tiene ingresos laborales inferiores al mínimo. Esta situación
probablemente se debe a la baja productividad de las pequeñas parcelas
campesinas y a las dificultades para la comercialización de excedentes.
Los más pobres de los pobres del campo
A propósito de la fuerza de trabajo rural, convendría que tanto el
gobierno como los analistas del sector rural analizaran el grupo de los
trabajadores familiares sin remuneración, sin duda el más desprotegido
del sector rural, pese a su importante contribución a las economías
campesinas y a los negocios familiares.
Valdría la pena preguntar, por ejemplo, cómo fortalecer las economías
campesinas sin aumentar la autoexplotación familiar. Otra pregunta
importante es qué hacer para retener en el campo a los jóvenes de ambos
sexos, cuyas expectativas de vida, de educación y de trabajo los llevan
a emigrar a las ciudades.
Este problema es aun más pertinente en el momento actual, si se tiene
en cuenta que, como lo han mostrado algunos estudios sobre el conflicto
armado, no son pocos los niños y jóvenes de ambos sexos que se enrolan
voluntariamente en grupos armados ilegales, ante la falta de un presente
y un futuro medianamente satisfactorios.
En relación con este problema, hay que mencionar igualmente el hecho
de que muchos de los pobladores rurales que se han visto obligados a
abandonar su lugar de vivienda y de trabajo habituales, por motivos
relacionados con el conflicto armado, expresan no querer retornar a sus
lugares de origen, no solo por razones de seguridad, sino porque en las
ciudades han encontrado, pese a sus duras condiciones de vida, mejores
oportunidades de educación y de trabajo.
Los estudios aquí citados contienen un conjunto de recomendaciones al
Estado colombiano en materia de políticas de empleo rural que valdría
la pena examinar. También cabría preguntar al gobierno y a los autores
de esos estudios cuáles de esas políticas se han puesto en marcha y qué
resultados han mostrado en la última década
Por: Rocio Londoño Botero Tomado de: http://prensarural.org/spip/spip.php?article10179
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