El muelle de Puerto Colombia, símbolo de la entrada del mundo exterior a una macondiana Colombia, murió.
Se fue una parte de la historia que los europeos no pudieron acabar
por que ya no estaban, pero como la que se robaron a los pueblos
indígenas, se perdió, esta vez sin su ayuda.
El progreso, el armamento para los chulavitas, el cine, los primeros
carros, los inmigrantes “ilegales”, las compañías bananeras, la
maquinaria para los machines, las primeras retroexcavadoras para la
incipiente minería, los tejidos y perfumes finos traídos de Europa, los
privilegios de los ricos y algo más de miseria para los pobres, entraron
por el Caribe, entraron por Puerto Colombia.
Una población de pescadores artesanales a orillas del Magdalena que
vivía de espaldas al mar a pesar de tener playa, resultó ser la
ubicación perfecta para un muelle de más de un kilómetro, durante algún
tiempo el más largo de América, para salvar las superficiales aguas del
Caribe que impidieron, ya en los primeros tiempos del genocidio de los
europeos, que los barcos atracasen cerca de la tierra firme.
Las calmadas aguas se convirtieron, a veces, en violentos machetazos
que acabaron con una importante parte de la historia de este país. Se
cerró una puerta de la historia para siempre.
Ni la pudiente oligarquía “turca”, que antaño colocó placas
conmemorativas en el muelle recordando su propia llegada a la bella y
exótica Colombia, en tiempos no tan lejanos, no hizo nada por salvar su
último puente de unión con su originaria tierra. Tampoco los
colomboitalianos, algunos de ellos también capaces de influir e incluso
actuar, dieron ningún paso adelante.
La entrada del muelle parecía la pieza de un mal primo, llena de
regalos el día del cumpleaños y vacía de familiares y amigos el día de
su sepelio.
El Estado, tan beneficiado en sus élites gracias al muelle, y siendo tan
ingrato como siempre lo ha sido el capitalismo salvaje, abandonó
Puerto Colombia para abrazar a una nueva mujer más joven y estudiada en
Buenaventura. Cambio ébano por ébano, el Caribe por el Pacífico, el
hambre de mundo por un mundo que lo devora a base de contenedores,
barcos de vapor por grandes buques de carga chinos y gringos, progreso
por fría mercancía del consumo por el consumo.
No tan lejos, Catagena fue la primera mujer amada, la primera
estación que abrió a un mundo oscuro lleno de esclavitud, torturas y
sometimiento pero que después se convirtió en una semilla de revuelta de
la mano del libertador. También ella fue abandonada pero no de una
manera tan cruel.
Cuando la vida del viejo muelle costeño agonizaba y pedía ayuda
desesperada, junto a la emergente Barranquilla, sabiéndose sin pensión,
sin seguro médico y sin tener como pagarse el entierro, el gobierno en
boca de la ministra de cultura Mariana Garcés, afirmaba que no
invertirían ni un peso más en esa infraestructura para recuperarla para
el pueblo colombiano. Ni una EPS, ni una tutela. Solo un sarcófago
salado y húmedo para la historia. Como cualquier humilde colombiana, si
muere ¿a quién le importa?
El tiempo acabó con el problema y Puerto Colombia seguirá ahogándose
en el lodazal de sus playas negras y sucias, de su brisa marina con olor
a pargo frito, del recuerdo de tantos costeños que recorrieron el lomo
del muelle jugando sobre el mar y seguirá siendo un lugar cualquiera con
pasado glorioso y futuro incierto.
El pueblo que permite que deja pudrir su historia está condenado a
ser conducido por necios y corsarios que los llevarán a su muerte en
vida. Y en esas estamos.
Fuentes:
http://www.eltiempo.com/colombia/ba
Tomado de: Agencia prensa Rural
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